Juan Marsé y aquello que nunca fuimos
- Ignacio Prieto Muñoz
- 4 ene
- 4 Min. de lectura
La historia un tanto desconocida del escritor catalán puede hacer cuestionarnos nuestra identidad y cómo las casualidades y el azar conforman la vida.

Contaba Juan Marsé al recoger el Premio Miguel de Cervantes en 2009, que él escribía para evocar algunas experiencias que le hubiera gustado tener. Y eso es un poco la literatura, pero también el teatro, la pintura y el cine. Plasmar en la realidad aquello que queda al otro lado de la conciencia y que la vida, por una especie de extraño azar, jamás te mostró. Solo es eso, un qué hubiera sido de mi. Nunca lo sabremos, pero podemos imaginárnoslo.
Juan Marsé nació sin llamarse así en una gran casa de la zona alta del barrio burgués de Sarriá, bueno, más bien en la casita de al lado, la del matrimonio que se ocupaba del servicio doméstico. Mingo (Domingo) Faneca y Rosa Roca dieron a luz a Joan Faneca Roca a las 11 de la noche de un 9 de enero de 1933.
Una eclampsia durante el parto hizo que 'el Faneca', un pobre taxista de Barcelona, se viese solo, con una boca que alimentar, los bolsillos vacíos y sin la menor idea de por dónde empezar. Un día de finales del mismo mes y del mismo año, recogió en el taxi a un matrimonio de gesto apenado que le indicó dirigirse al barrio de Gracia. También venían de un parto, pero esta vez el que no sobrevivió fue el pequeño que esperaban. Al menos esto es lo que le contaron al Faneca que escuchaba atento y con el corazón que se le iba a salir por la garganta. Hubo un silencio en ese trayecto, un silencio que guardaba una historia, el gran silencio de la vida. Mingo Faneca le contó su situación a este matrimonio antes de apagar el taxímetro y fueron a ver al pequeño Joan que estaba en casa de su tío. Pep (Josep) Marsé y Alberta Carbó salieron ese día de casa esperando un niño y regresaron con él. Tiempo después, ahora Juan Marsé, se enteraría de esta historia por su abuela. Al Faneca volvería a verle en un par de ocasiones, pero no hubo intención ninguna por parte de los dos de dejar de ser una huella imborrable pero imperceptible en sus respectivas vidas, como un pequeño lunar que se esconde tras la oreja.
Aún cuenta la leyenda, que Mingo Faneca, a quien el taxi había acostumbrado a la soledad y las largas noches, se paseaba por los bares del puerto de Barcelona señalando la foto de su hijo en los periódicos ante borrachos y camareros que le miraban con el desprecio con el que se mira a los locos, señalaba a su hijo y sonreía, pero no con la sonrisa irónica que esconde la tristeza de quien pierde el boleto de lotería ganador, sino con el orgullo de quien entregó un regalo al mundo por amor, porque gracias al silencio de aquel taxi con destino al barrio de Gracia, hoy Juan Marsé era Juan Marsé y no Joan Faneca Roca.
Jorge Luis Borges tiene un cuento que se llama El jardín de los senderos que se bifurcan en el que habla exactamente de esto. De lo que pudimos ser y no fuimos, de lo que seríamos pero jamás seremos. Y es paradójico cómo esta historia que contaba el propio Marsé lo más probable es que formará parte de uno de estos senderos, que de vivir siendo el hijo del Faneca y no de los Marsé su futuro habría sido muy distinto. De ser criado por un padre que vive con el agua al cuello en una de las zonas más pobres de Barcelona, a vivir con la tranquilidad del seno de una familia acomodada. Y no fue obra del destino, no existe mano invisible ni en los éxitos ni en las tragedias, sino del propio Faneca que fue quien, en realidad, orquestó todo.
La historia de la familia que se sube al taxi justo después de perder el niño es enternecedora, pero, en efecto, poco creíble. Mingo Faneca conocía a Pep Marsé de su militancia en el partido independentista radical Stat Catalá y fue tras la muerte de su mujer quince días después de tener al pequeño Joan en la misma cama que había dado a luz cuando Mingo acudió a Marsé para pedirle ayuda. Tras ello, Mingo Faneca desapareció del mapa y Rosa Roca se desvaneció en el albor del olvido cuando su marido, ahora viudo, dejó de pagar el alquiler de su nicho en el cementerio de Les Corts. ¿Puede existir mayor olvido para una madre?
Es paradójico que la historia de Marsé se cuente más como leyenda que como lo que realmente fue, cómo lo literario se impone ante lo real y cómo lo acaba transformando. Realidad deformada. Cómo aquel niño de los bajos fondos que nunca fue se refleja en sus novelas, también el padre ausente, la eterna y siempre infructuosa búsqueda de la identidad. ¿Alguna vez nos encontraremos? y de encontrarnos, ¿Cómo lo sabremos? Juan Marsé asume que no es dueño de nada, también es consciente de que no existe ningún destino, que él es fruto de la vida y sus circunstancias y que sus pasos son frutos del camino y no al revés. Marsé murió sabiendo lo que pocos se atreven a reconocer:
Que nada nos pertenece, tampoco nosotros mismos, que la vida es lo que somos y aquello que nunca fuimos.
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