Tardes de soledad, un canto a la tragedia
- Ignacio Prieto Muñoz
- 2 abr
- 5 Min. de lectura
El torero más valiente
hubiera sido un cobarde,
el mayor, al acudir
a la muerte. Es incierto:
José, señores, ha muerto
porque tuvo que morir.
(El torero más valiente. Tragedia española;
por Miguel Hernández Gilabert)

Eran las cinco de la tarde. Justo antes de entrar al cine, una señora mayor me agarra el brazo. Iba en silla de ruedas. Quería levantarse y necesitaba ayuda.
━Gracias hijo. Yo es que voy a ver una de toros que ponen ahora.
━Que casualidad, señora, nosotros también.
Después de ayudarla a entrar y de alegrarse ella mucho de que los toros despertasen interés en los jóvenes me dijo: Porque una cosa teviadecir, en la plaza quien manda es el toro, él elige el cuándo y el cómo.
¡Que no quiero verla! Se alzaba el grito en un aire espeso que recorría toda la sala de proyecciones. Fui al cine con la premisa de que muchos no fueron capaces de terminar la película. Es cierto. Este documental de Albert Serra no es para todos los públicos. No todos los estómagos pueden aguantar el sacrificio, la tortura, la tragedia, la barbarie, y aun viéndola muchos cierran los ojos. Un sádico ritual en cuya esencia encontramos la crudeza poética que se esconde en esta injusta lucha contra la muerte.
En plano fijo, un toro mira directamente. Es el preludio de lo que Albert Serra quiere mostrarnos. Una espuerta de cal ya prevenida/ lo demás era muerte y sólo muerte. Durante las dos horas de cinta la cámara sigue de cerca al torero peruano Andrés Raúl Roca Rey, uno de los matadores más cotizados de estos tiempos. Serra juega con la repetición: del ruedo a la furgoneta, de la furgoneta al vestidor y de nuevo al ruedo. Siempre acompañado por sus lebreles (que son uno de los grandes puntos del filme), Roca Rey se mantiene impasible. Sólo su fino hilo de voz rompe de vez en cuando los incómodos silencios. Parece como si el torero hubiera devorado al hombre que fue, como si midiera constantemente todos sus movimientos para no dar un paso en falso (cómo mira el caramelo), como rodeado por astas de toro. Sin embargo, es en el ruedo cuando podemos llegar a atisbar un mínimo de la intimidad del torero, su gesto se transforma, ahora siente, sonríe, teme. ‘La vida está pa´ jugársela, si no pa´qué’. Así le repite su cuadrilla después de una corrida en la que estuvo a punto de recibir una cornada mortal. En esto puede resumirse todo. Albert Serra también se dio cuenta y la idea no se le iba de la cabeza: parece que todo lo que no sea estar en una plaza es trabajo, para él la vida (vivir) solo se da cuando danza a escasos centímetros de la muerte.
Muchos se preguntan de dónde sale esa valentía, ese desdén casi cínico de un torero por la vida; yo creo que ya no existe valentía, ni cinismo, ni osadía. Simplemente que la ausencia de la sombra de la muerte, para ellos, sería peor que la muerte propia.
Un ataúd con ruedas es la cama
Huesos y flautas suenan en su oído
El toro ya mugía por su frente
El cuarto se irisaba de agonía
A lo lejos ya viene la gangrena
Trompa de lirio por las verdes ingles
Las heridas quemaban como soles
y el gentío rompía las ventanas.
En contra de lo que se pueda creer, Serra realiza un acercamiento honesto y sincero a un mundo decadente. No diré objetivo, eso es imposible ya que cada elección y descarte de cualquier plano o corte es fruto de la subjetividad del director. Digo honesto porque no hay juicio ni sensiblería. Albert muestra y el espectador juzga, esgrime, comenta y opina. El mundo que muestra es añejo, conformado por costumbres y expresiones casi extintas. Olé tus huevos, olé tus cojones, has toreao’ con verdá’, ere’ inhumano. Un lugar que ha permanecido indeformable al tiempo. Un lugar donde los hombres se miden en su hombría, en el que la brutalidad y el salvajismo no encuentran crítica a su paso. Serra se cuela por el resquicio de los inalámbricos por ese léxico castizo casi cómico que usa la cuadrilla para recordar a Roca Rey, justo al contrario que pasaba con los emperadores victoriosos, que siempre será inmortal y que había sido capaz de seducir a la suerte con su danza macabra.
En la cinta de Albert Serra, tanto el toro como el matador obtienen la misma relevancia. Mantiene la equidistancia perfecta entre el arte y la tragedia. Normalmente, al terminar una faena la cámara sigue al torero mientras se contonea entre vítores y aplausos. El toro (su muerte), sin embargo, pasa a un segundo plano y casi sin molestar es arrastrado hacia el olvido y la más cruda indiferencia. Aquí es distinto. La cámara de Serra nos muestra el último hálito del toro, los ojos completamente blancos después de darle la puntilla, el fallo en las patas tras el último estoque, el tambaleo, un resbalón, capotazos que marean a un animal inconsciente de que su final llega pronto.
Pero ya duerme sin fin.
Ya los musgos y la hierba
abren con dedos seguros
la flor de su calavera.
Y su sangre ya viene cantando:
cantando por marismas y praderas,
resbalando por cuernos ateridos,
vacilando sin alma por la niebla,
tropezando con miles de pezuñas
como una larga, oscura, triste lengua,
para formar un charco de agonía
junto al Guadalquivir de las estrellas.
Y en el último acto: la humillación. La res yace en el suelo con los ojos ahogados, la lengua besando la arena y la cabeza que aún conserva un gesto de clemencia muda. Se acercan a cortarle las orejas, a por el trofeo. Hay puerta grande solo para uno. Para el de siempre. ━ el día de la derrota de un matador es igual para la bestia━. Unos hombres se acercan para anudar al toro. Ten cuidado no te manches con la sangre, a ver si con lo malo que ha sido el bicho este te va a pegar algo ese hijolagranputa’. Se ríen mientras lo hacen. Atan al animal a los caballos encargados de pasear arrastrando su cadáver por la plaza como en una morbosa inspiración en la muerte de Héctor y su posterior ultraje. El cuerpo ya sin vida se desliza mientras la lengua no se despega del suelo y con los ojos aún clamando al cielo para abandonar el ruedo por la misma puerta que entró sin saber que su final ya estaba escrito.
Porque te has muerto para siempre,
como todos los muertos de la Tierra,
como todos los muertos que se olvidan
en un montón de perros apagados.
[Llanto por Ignacio Sánchez Mejías;
por Federico García Lorca]
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